La vuelta, de Paula Jiménez
España, narra las peripecias de un viaje y distingue dos modos de estar en
lugares extraños y, hasta ajenos, a los del propio ámbito. La mirada del
turista es aquella que acumula postales sin salir de los perímetros cómodos de
la casa; casi como si no hubiera viajado, el turista se aferra a su mundo y se
desplaza en el sosegado territorio de sus costumbres y, tan sólo, casi como una
jactancia burguesa y cierta dosis de envanecimiento, concede mirar lo que
acontece afuera con los prismáticos de su quietud. La mirada del turista se
contrapone, claramente, a la del viajero. La condición del viajero es la del
explorador, y forma parte del espíritu de aquel que se deja llevar por el azar
y el afán de un conocimiento que lo arrobe, o para usar un juego de palabras,
que le robe parte de sus certezas. Pero viajar también consiste en olvidar,
deshacerse de las cosas del pasado que pesan como destartalados bártulos en las
grietas de la memoria y el corazón. Sus efectos, que también pueden tener
marcas físicas (el sudor, las lágrimas, las arrugas) se sumergen en un agua
novísima que, si bien no desaloja del todo los recuerdos de la felicidad y el dolor,
al mismo tiempo proponen un flamante punto de vista que nos sitúa en una
perspectiva distinta. Ese movimiento ya es un viaje, un desplazamiento que nos
colma, de alguna manera, de esperanza, e incorpora una nueva temporalidad en el
horizonte, la de los días por venir.
Si hablamos de “vuelta”, este poemario de Paula Jiménez España evoca,
a través de su título, a otros viajes de la tradición literaria, desde la
Odisea hasta los itinerarios aéreos, subterráneos y submarinos del gran Verne. Voy
a mencionar un viaje caro a nuestra cultura que, precisamente, se denomina de
la misma manera: La vuelta de Martín Fierro. Antes del regreso de
las tolderías, antes de su vuelta, Fierro junto con su amigo Cruz, emprenden un
viaje de ida hacia lo desconocido y, en esa primera, y notable parte, se
despiden de un espacio destinado a lo que la tradición liberal llamará la
“civilización”, en busca de lo que conservaba aún el nombre de una otredad
negativa: la barbarie. O
aquello que supera la barbarie, pues el sitio hacia el que se dirigen es la
otredad más allá de la cercana y prevista por la civilización liberal encarnada
en la figura del gaucho; esta otredad
otra es la del aborigen. Los dos amigos, entonces, deciden no sólo huir,
olvidar los avatares policiales y los conflictos personales con los que han
convivido durante mucho tiempo (la mala
vida llamaría Paula a esta
experiencia), sino emprender el viaje hacia el territorio del mal. La nostalgia
todavía los envuelve y, en una de las escenas más tristes y conmovedoras de nuestra literatura ,
Hernández cuenta el acontecimiento con gran destreza artística: “(…) y pronto,
sin ser sentidos,/ por la frontera cruzaron.//Y cuando la habían pasao,/ una
madrugada clara/ le dijo Cruz que mirara/ las últimas poblaciones;/ y a Fierro
dos lagrimones/ le rodaron por la
cara.” El mal debe entenderse con comillas, concebido como la
otra cara de la moneda, el lado oscuro y fascinante que lleva a desenmascarar
los diversos pilares en los que se asentaban el saber y la cultura de la época. En esta
dirección, pero en otro contexto cultural, el mal paradigmático que imaginó la
poesía moderna es, en verdad, el “mal” benefactor de las flores enfermizas y la
temporada infernal, un mal que conmovió el imaginario bienpensante del que no
ha comerciado lo suficiente con cosas atribuidas a Satán: “Lector apacible y
bucólico/ sobrio e ingenuo hombre de bien/ tira este libro saturnal (…)/ Si no
has estudiado retórica/ con Satán (…)/ tíralo”. Sin falsos manierismos, esa
poesía nos educó en la desolación, pero también en la abolición de las certezas,
y habilitó un viaje donde se tatuaba la experiencia en el cuerpo y el espíritu.
Con ojos renovados,
con la mirada un poco más sabia, la persona que vuelve de un viaje
transformador es capaz de tocar aquello que la ha conmovido. “Estar de vuelta” es
un cliché, una frase hecha que entraña sabérselas
todas, conocer las trampas, las vicisutudes o las picardías que provee el
lapso de una vida. En este libro de Paula Jiménez España es distinto. Lo que significa
“estar de vuelta” es la posibilidad de enunciar, pero ya lejos de la jactancia
y el saber abstruso. Por fin el yo que enuncia podrá narrar, a veces
literalmente, otras en forma de analogía y metáfora, aquello que lo ha
conmovido de manera capital. Ese dolor de fondo, bautizado en la inmersión de
un viaje exploratorio en el afuera y el adentro, no es un indicio del que se
regodea con la melancolía, sino un signo de vitalidad, un signo benefactor: “Por
muchos días/ las imágenes de aquella noche/ quedaron en mi corazón/ lo hicieron
dulce como los duraznos/ que brotan en la rama y se deshacen/ en la boca
sagrada de la vida/ después de cada invierno”.
El viaje, o la naturaleza de este itinerario
que emprende Paula Jiménez España, se define como un “viaje
aventurero”. Una actividad, la del viaje, que puede regodearse en el cosquilleo
de la aventura, pero que, muchas veces, adquiere la fuerza de la voluntad y el
arrojo. En clave personal, haciendo de la valentía un tópico secreto, La vuelta postula la ruptura del aire
anodino de la costumbre y propone un periplo que recoge piedras y tesoros del
pasado y, también, se aligera: el viaje de la experiencia y el del
despojamiento supone, en este caso, un lenguaje sustentado en las virtudes de
la claridad y la comunicabilidad, formas arduas de los mejores poetas. Podemos
entrever otro viaje, además de los mencionados, el viaje gnoseológico. “Quería
conocer lo nuevo” afirma la poeta. ¿Qué será lo nuevo? “En la cumbre de ola de
lo nuevo es donde se refugia lo antiguo, pero en su ruptura, no en su
continuidad” decía Thedor Adorno. ¿Qué será lo nuevo? Lo oscuro del misterio. La
metabolización de la
experiencia. Aquellas zonas que desconocemos de sí y del
otro, lo que apenas sospechamos, un viaje que emprendemos a las arenas movedizas
de la incertidumbre, una fe que atraviesa las aguas del río de Heráclicto, el
río del cambio, que puede hacer más cierto nuestro estreno en los avatares de
la alegría.
Dijimos que este viaje tiene el propósito de la aventura y
el conocimiento, pero no deja de iniciarse como un acto de la voluntad. La voluntad,
una noción, a veces, ensombrecida o que, a menudo, carece de buena prensa , implica
el brío del que desea vivir, y el esfuerzo en romper con aquello establecido y
ya distante de la
vivacidad. Conocer lo nuevo, alejarse de lo que ya ha perdido
el brillo original es, no sólo presentir un malestar, sino comprender que
viajar a otra parte es abrir una puerta a las infinitas formas de lo
desconocido, confiar, ahora sí, en la improvisación como hoja de ruta del
deseo, de eso oscuro que anhelamos desde antiguo.